Si en Cuba el ron lleva el epíteto de Hijo alegre de la caña de azúcar, su querida madre; pues la paternidad, sin necesidad de prueba de ADN, corresponde al ferrocarril.
A través de ese matrimonio con la industria azucarera entendemos no solo la actividad económica, sino que fue vital en nuestro proceso formativo como pueblo. Así que para un buen trago de cultura cubana le sugiero el Museo del Ron Havana Club (Avenida del Puerto No. 262 esquina Sol, La Habana Vieja)… eso sí, ¡con ferrocarril!
Una vez que suena la campanita a la entrada inicia el viaje en torno a la conformación de la afamada bebida: desde la siembra de la caña (introducida por Cristóbal Colón en 1493) hasta la fase final de añejamiento y comercialización del producto.
No es casual que inmediata a la Galería de la Ruta de la Caña (primera sala expositiva luego de un video introductorio), la pequeña locomotora de 1902 ostente en su letrero que fuimos el primer país de América Latina –ferrocarriles de Cuba 1837–, y apenas el séptimo del orbe, en implementar esa tecnología.
La red de servicios ferroviarios se concibió como complemento del sistema exportador de azúcares; y estuvo sustentado por la cosecha de la gramínea, y sus derivados. Precisamente esa necesidad fue la que determinó la temprana introducción y la acelerada difusión de su empleo.
Es por eso que no se puede hablar de etapas de fermentación, destilación y filtración del ron, sin pasar por las plantaciones, el trapiche, el ingenio, el ferrocarril…
Uno de los momentos más atractivos en la visita es cuando accedemos a la maqueta que recrea el proceso industrial azucarero La Esperanza 1930, de Lázaro García Driggs, donde encontramos muchos detalles: el corte y tiro de caña, la entrada al taller de maquinarias, el despachador ferroviario en su oficina o el controlador de tráfico, y por supuesto, el tren de vapor que el guía pone en marcha a media luz… creando una atmósfera que resulta imposible no embelesarse.
Leer en los detalles implica conocer también que en plena Revolución Industrial el ferrocarril entra en Cuba por la puerta ancha, con la tecnología de punta de la época: carriles de hierro y locomotoras de vapor, generalmente de seis ruedas. “(…) el equipo tractivo de todas las empresas cubanas se nutrió básicamente con máquinas procedentes de Filadelfia, Boston y Nueva York.
En 1868 ya había en Cuba servicio de 176 locomotoras y 179 tenders o carros auxiliares para el combustible” (Caminos para el Azúcar, Ediciones Boloña, 2017). Además de notables beneficios en cuanto a la reducción en los costos; lo que permitió a su vez disponer de mayores recursos para la inversión.
Así que ya sabe el camino del ron va sobre raíles, y si usted es de los que se acerca por estos días al Museo del Ron Havana Club deténgase en los matices de ese patrimonio industrial, sin cuya presencia la historia hubiera sido otra.
Y que nadie lo dude, en el ajiaco cubano, como ingeniosamente Don Fernando Ortiz definiese nuestra cultura, el ferrocarril no pondrá el toque de sal o pimienta, pero sí el azúcar… y el ron.