La vida de Pontiac llega a su fin. Termina así el periplo de una marca plagada de símbolos que tuvo su época dorada entre los años 40 y 60 de la pasada centuria, pero no logró subsistir a la hecatombe económica que detonó en septiembre del 2008, por lo cual General Motors (GM) ha dictado su desaparición en una carrera contrarreloj para intentar reflotar la compañía.
Pero la verdadera causa de su tragedia es menos romántica de lo que cabría intuir. Responde más al desencanto de la inercia que a la voracidad de la crisis y acaso se aplica también a muchas de las marcas estadounidenses que desde los años 70 no supieron retomar la senda del éxito, producto del remezón sufrido por la industria automotriz en Norteamérica, esa que poco a poco fue superada en ganas y números, primero en el mundo y luego en su propio terreno, por sus pares japoneses, alemanes y surcoreanos.
Así, si bien es cierto que Pontiac sumó renombre en las décadas de los 50 y 60 al colarse en la fiebre de los llamados muscle cars, con superautos de exuberantes carrocerías y poderosos motores V8 como el Eight (1952), el GTO (1964) o el alucinante Firebird (1967), también lo es que en lo adelante no supo replicar su auge y desde mediados de los 70 se dedicó prácticamente a prestarse plataforma, motores y carrocería de su hermana Chevrolet.
En algún momento de los 80 su affaire amoroso con muchos estadounidenses comenzó a desvanecerse. Los últimos automóviles de la marca no lograron capturar la imaginación del público como ilustró su contribución más reciente: el Aztek, un vehículo regordete que más parece una camioneta.
Tras descontinuar el Firebird y el Trans Am en el 2002, Pontiac intentó retornar al GTO en el 2004, pero el nuevo modelo, producido en Australia, nunca se arraigó y su producción se canceló dos años después.
Su falta de capacidad de reacción condujo a la parálisis hasta que le crisis le asestó el golpe definitivo a la filial deportiva del gigante de Detroit. No obstante, su leyenda pervivirá para siempre en filmes y canciones.