La codiciada ciudad de San Cristóbal de La Habana, fundada a finales de 1519 al pie de la resguardada bahía que ofrecía refugio a Puerto Carenas, ingresó al siglo XX bajo el signo de la modernidad, incluidas las correrías y los sustos provocados por los autos de motor movidos con bencina.
En el momento de la proclamación formal de la independencia de la Isla, el 20 de mayo de 1902, la pujante capital de la nueva República antillana tenía ya un cuarto de millón de habitantes.
Los habaneros de todos los orígenes, procedencias y etnias, desde españoles hasta negros y chinos, mezclados en el gran ajiaco que dio origen y distinción a lo criollo, dejaban atrás los coches de caballos y se subían a los tranvías eléctricos, trenes suburbanos y automóviles, disfrutaban del cine y el teléfono.
El primero de los vehículos, procedente de Francia, empezó a recorrer en 1898 las calles habaneras, de las cuales muy pocas estaban empedradas o adoquinadas y, por supuesto, carentes de cualquier señal de tránsito que guiara a conductores y transeúntes.
La ocurrencia del primer accidente fatal registrado en las crónicas de la época ocurrió en 1906, antes de la primera década de su entrada en circulación, a pesar de que apenas una docena de vehículos transitaban por la villa.
El trágico suceso ocurrió en la intersección de las calles Monte y Ángeles, ya por entonces una populosa intersección que conserva hasta hoy su peligrosidad.
La víctima fue el empleado del comercio identificado como Justo Fernández, quien murió de las lesiones ocasionadas por el impacto del auto manejado por Luis Marx, chofer de un general de la época de apellido Montalvo.
Según averiguó el colega Roger Ricardo Luis, “el conductor del vehículo tenía unos copetines de más” y al parecer la víctima no tomó precauciones al cruzar.
Desde entonces quedó en mortal evidencia que el alcohol y el timón forman un matrimonio fatal, más aún en presencia de la imprudencia.
Por casualidad, de acuerdo con el propio cronista, en el hecho se vio involucrado el señor presidente de la República, Don Tomás Estrada Palma, “quien venía de pasajero en el auto, tras participar en un almuerzo en su honor brindado por acaudalados personajes en la finca La Zorrilla”.
Este detalle arroja una luz diferente sobre el hecho, porque otros cronistas afirman que el conductor Luis Marx era chofer del presidente Estrada Palma.
En cualquier caso, era casi lógico porque, la lista de propietarios de automóviles la encabezaban, los políticos y ricos hombres de negocios.
Entre las ocurrencias del tránsito habanero de aquellos primeros días, uno que alcanzó celebridad y pasó a la posteridad –vigente hasta nuestros días– refiere la historia del atropello de una joven de impresionante belleza por el color canela de su piel, su largo pelo negro y los ojos achinados color de aceituna.
El conductor, un renombrado político quiso recompensar la lesión que le provocó a la joven una leve cojera con el regalo de un auto.
Ahí nació la leyenda de Macorina, la primera mujer que condujo un auto en La Habana, pero ese es tema de una próxima crónica.